lunes, septiembre 04, 2006

MIS SUICIDIOS

A los dados.

Cayó noche y aguacero portuario en la cantina EL PERRO. A mi alrededor dos viejos, tres marineros y el cantinero tras la barra. Iba perdiendo la partida de cartas y sólo me quedaba plata para una chela más. Era finales del verano de 1971, hace hoy treinta y cinco años. ¿81 menos 35? Cuarenta y seis años tenía yo y las cosas más dulces y turbias que ahora.

Arrecia la lluvia y entra por la puerta de dos piezas bajas El Camelo, un chamaco de veintisiete años. El Camelo era recio. Lo llamábamos así en la colonia Camarones de Veracruz porque a pesar del tamaño y la altura del tipo, el güey era un camelo, pura mentira, una alucinación óptica; maricón, manso y buena persona.

-¿Quíhubo?-, pregunta con su voz de ángel ronco.

-Aquí nomás, platicando sobre mujeres-, contesto mientras se seca la cara con un trapo de limpiar pescado-.

-¿Alguien me reta a un suicidio?-.

-¿Qué dices Camelo? Siéntate y no digas mamadas-.

-Hablo en serio, miren, éste es el revolver que perdió el puto Moncada el otro día en la Gayofa.

Enrique Moncada era el asistente del delegado, un matón de bigotes anchos con exceso de soberbia y la Gayofa, un burdel de mala muerte en la parte más remota del puerto.

-Hablo en serio, miren-, repite seguro de sí mismo El Camelo. El fierro era una treinta y ocho hecha en Sonora aquel mismo año, con las siglas del PRI en la culata.

-¿Alguien se avienta la apuesta?-, los murmullos afloran de las bocas beodas de los parroquianos.

-¡Yo!-, exclamé con ánimo de persuadirlo.

-¡Órale, salgamos afuera!-.

Afuera empieza a hacer frío y todavía gotea agua sucia de las tejas de la cantina. Cae el reflejo de la luna sobre un charco. Uno a uno, los tres lobos de mar, los dos rancios y el tendero, se sientan sobre la banqueta húmeda. Comentan entre sí qué chingados sé yo.

-¿A los dados?-.

-¿Qué?-.

-Quien saque tres veces siete, gana. El que pierda se vuela la sesera aquí mismo. Tú primero, güey-.

Acepto. Es una forma fácil y rápida de acabar con esta estupidez. ¿Quién saca tres veces siete a los dados? Nadie. Como iba a perder yo, el Camelo me entregaría el revolver, yo le quitaría los plomos y volvería a la partida de cartas que perdía con tanto aplomo.

El primer lanzamiento lo hago sin mirar, como quien escupe en la calle restos de tabaco en los dientes. Oigo los dados rebotar sobre el asfalto, los seis güeyes de la banqueta enmudecen de golpe. Un cinco y un dos, siete. Me contengo y no digo nada. Recojo los dados y el Camelo me sonríe. Miro a mi alrededor, todos me observan. Esta vez lanzo los dados al aire y caen bajo los pies del Camelo. Ríe a carcajadas el muy jijoputa. Seis y uno, siete. Maldigo en voz alta, parece una pesadilla con tanta buena suerte. Por unos instantes pienso en acercarme al Camelo, pegarle un puñetazo, quitarle el arma y volver cuanto antes a mi partida de naipes. Pero el personal me mira ansioso, quieren que lance. Lanzo, no es problema mío que a los mexicanos les guste tanto la sangre. Los dados rompen con la luna del charco, tres y cuatro, siete. No mames. Pensado y hecho, El Camelo en un segundo se revienta los sesos. Un gato huye asustado.

Uno a uno, volvimos al sopor de la Cantina el Perro.
Aquella noche de los tres sietes seguidos, perdí a las cartas hasta los calzoncillos de franela suave.

Al tiempo nos enteramos que el Camelo andaba liado con el Moncada y que por amor desesperado y mozo se quitó la vida. Lo de la apuesta era nomás para pasar el rato, su último rato junto a los que le queríamos de verdad; tres marineros, dos ancianos, el cantinero y yo.

LEÓN HURTADO.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Quién fuera Camelo para perder seguro la vida a los dados!

Anónimo dijo...

Veracruz es el paraíso para la pérdida de la vida... Una marvailla de recuerdo, León.

El inquilino dijo...

Anónimo: o para perderla por un asistente de delegado cualquiera...

Lector: muchas gracias.