No fue por culpa de mi corazón escéptico o de mi soplapollez congénita, ni siquiera fue la cosa de que nada me importa un comino –por eso me apodaron el ácrata-, sino que no tuviste en cuenta una sencilla variable.
Siempre les pedía lo mismo a mis amantes.
-¡Háganlo! Por el amor de Dios, ¡suicídenme!-.
No era moco de pavo ni nunca dije que lo fuese.
Las más corrientes clonaban sus respuestas en mi oído.
-¿Qué te suicide? ¿De qué hablas? Calla y come-.
Ahí debía ser yo claro y conciso e imponerme.
-Que me suicides es que me vuelques a quitarme la vida-.
Y todas, comunes o extrañas guapas y feas, acaban por pensar lo mismo.
-Te pone el sado-.
Yo prefería proponer varios modus operandi de la cosa y prescindir del desviado sexto sentido femenino.
-Me puedes humillar denigrar reprimir deprimir vejar amar o querer; o si lo prefieres, sencillamente sé realista y dime qué guerra empezó hoy.
No todas daban le daban a uno la oportunidad de explicarse mejor.
-Me voy ahí te quedas loco ¿me hablas en serio? estás grillado ¿qué quieres de mí? ¿tengo cara de que me vaya lo raro? cerdo degenerado maníaco sexual necrófilo-.
Solían ser sus respuestas.
Hasta que te encontré a ti.
Tú sí sabías encaminarme al suicidio de forma magistral.
-¿Qué fue primero el huevo o la gallina? ¿hay vida después de la vida? ¿existe Dios? ¿amor o sexo? ¿estamos solos o acompañamos?-.
Pura filosofía perenne. Todo un logro.
Incluso tu método hizo migas con mi ansiedad y potenció mi desesperación.
Sólo tuviste un fallo.
Tus preguntas son mera ciencia-ficción.
LEÓN HURTADO.
lunes, agosto 28, 2006
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