viernes, agosto 18, 2006

LA CRUCIFIXIÓN

Lo recuerdo bien. Uy, si lo recuerdo que de seguro no se me olvida nunca. ¡Qué martirio, Dios mío, qué martirio infructuoso! Maldita sea mi estampa el día en que se me ocurrió crucificarme, ¿en qué pensaba? En el suicidio, qué si no.

¡Hoy me crucifico! ¿Pero cómo? En las iglesias lo pintan chupado, easy man, take it easy; te subes a los dos palos en cruz, transformas los pecados en clavos de 15 centímetros, llamas al gañán del capellán y en un tres y no res, clavado, crucificado y perforado en el costado. Se me figuraba tan sencillo, pero a la hora de la verdad, tararí que te vi, una mierda –con perdón de la Santa Cruz-, pinchada en un palo.

“Viejo ateo se suicida crucificado” surcaba el titular por mi mente -como aerolínea de cola celeste-, cuando entré cauto a la iglesia de mi barrio. Tras la pila bautismal esperé la salida de las cuatro beatas de asiento reservado en el confesionario y en el mero instante en que el padre fatigado entraba en la sacristía, el despabile de mis zancas me llevó en tres patadas frente a al Cristo piadoso.

A la voz de alarma del sacristán, yo intentaba en vano sostenerme sobre los palos horizontales de la cruz. Bajo mis pies, la Santa Imagen grotesca y descoyuntada a cortes carniceros agonizaba sobre el altar de la iglesia.

¿Qué hace? –gritó el padre aterrorizado-.
¿Usted qué cree? ¡Crucificarme! –le argüí al sacristán que fustigaba con su escoba el pellejo de mis pompas-.
¡No, póngase en mis zapatos, se lo suplico! –fue lo último que escuché antes del fundido a blancos de mi mente-.

Al despertar un eco angelical resonaba en mis oídos, era Ziggy Polvo de Estrellas versión cristiana cantada por un seminarista imberbe. “Ziggy toca la guitarra, su voz sobrepasa Marte, resuena en la morada de Dios” Abrí los ojos, la monja Matusalén me arreglaba el alza cuellos y los zapatos me apretaban horrores. ¿Cómo era posible? ¿Cura yo? ¡Y en dos minutos la eucaristía de las ocho! Tras lavar los pecados de la última beata, me sentí indispuesto y quise descansar en la sacristía hasta la hora de la cena.

Al grito de Adrián el Sacristán, desperté de nuevo. ¡Qué día, Dios mío, qué día! Afuera, un viejo loco despedazaba al Piadoso en la Cruz y se disponía a crucificarse.

¡No! –le grité-, ¡póngase en mis zapatos, se lo suplico!

LEÓN HURTADO